El
Negrito
Por Jossé A. Zambrano
Cuando yo era un duende, recuerdo que era un muchachito de piel oscura que andaba desnudo, caminado por los bosques ralos de la selva. De cuerpo algo robusto, tenía el pelo negro, liso, abundante, casi un niño, no llegaba al metro de estatura, pero caminaba tranquilo, despreocupado, sin deseos de hacer nada; en paz. En verdad, en mi andar no buscaba, ni detallaba las cosas que miraba, no les daba importancia alguna, además, el tiempo parecía no existir, creo que siempre era de día. En ese bosque resaltaban los árboles altos; uno aquí y otro allá, la sombra escaseaba, y había tanta resolana que la sentía en la piel. Se veía uno que otro tronco grueso seco caído, no se oía ni un solo sonido, no había animales, el ambiente parecía extraño.
A veces me bañaba en las aguas claras y quietas de cualquier pozo que de repente aparecía entre los matorrales. Me sumergía por largo tiempo y debajo del agua me entretenía mirando las abundantes raíces de las plantas, los animalitos que nadaban apurados, las larvas y gusanos que allí vivían. Cuando me acordaba, emergía a respirar con gran placidez, y en esos momentos, en aquellos silencios profundos, aparecían como por actos de magia; ranas verdosas sobre hojas de tallas florecidas, grillos de colores y mariposas que jugueteaban y se espantaban con el ruido de las aguas que caían desde mi cuerpo.
En mi andar, a veces llegaba a esos espacios desolados y calientes de la sabana; a pleno sol mi cuerpo moreno oscuro brillaba saludable y en mi espalda resaltaba una franja blanquecina que bajaba desde la nuca, por un lado de la columna hasta llegar atrás en la cintura. También allí caminaba y caminaba sin prisa, sin rumbo definido y no sentía ni el sol, ni la brisa, ni el vapor caliente que brotaba de la tierra; pero por dentro me invadía cierta satisfacción. A la sombra de cualquier cují solitario de la sabana, me acostaba de espaldas en el suelo pelado. Con las piernas encogidas, una sobre la otra y las manos debajo de la cabeza, miraba el paso de las nubes y detallaba los tonos del azul claro del cielo lejano, o afinaba el oído para escuchar los variados cantos de las paraulatas cuando conversaban con el viento. Eso también me era muy placentero.
Pero tenía un malestar perenne; siempre sentía en las nalgas, arriba, como si estuvieran húmedas, como si siempre estuvieran mojadas. Ese era mi único pendiente. Y aunque en mi andar nada me importaba, presentía otra presencia exterior a mi que estaba en todo, que lo miraba todo pero que no me incomodaba.
También recuerdo que cuando nací, me vi muy cómodo acurrucado en mi lecho de hojas y ramas secas sobre el suelo, tenía el mismo tamaño de muchacho de ahora. En seguida me levanté y comencé a caminar. No busqué a mi mamá, yo sabía que no la iba a encontrar.
Me sentía en completa libertad, caminaba entre los animales del bosque y no me veían, de vez en cuando conseguía una que otra persona y tampoco me miraban, nadie me podía ver.
Pero una vez, le pasé cerca a una casa solitaria que estaba a orillas de la sabana, cuando ya la iba dejando atrás, desde la cocina fuera de la casa, la señora, que llevaba un vestido largo suelto y un turbante en la cabeza, me dijo:
-Mira negrito, andá a ponete tu ropa.
Yo me extrañé mucho, miraba a todos lados para ver si ella le hablaba a otra persona, pero no había más nadie. Me dio como un gran susto y emprendí una veloz carrera alejándome del lugar. En mi carrera aparecían grupos de burros y de caballos realengos que ni caso me hacían. Corrí y corrí hasta llegar a un caño de aguas verdosas, y me senté a descansar. Miraba hacia atrás y veía la cabeza grandotota enturbantá de la mujer, pero yo sabía que era mi imaginación, ella no podía alcanzarme, nadie podía alcanzarme.
La sombra abundante de los árboles y la cercanía de tanta agua, me fue tranquilizando y me dediqué a tirarle piedrecitas al agua. Y me puse a pensar: ¿por qué esa señora usaba un turbante tan grande? ¿Por qué ella si me veía? ¿Y por que yo le salí corriendo? ¿Por qué yo andaba desnudo? Pensé en tantas cosas y en uno de esos pensamientos se me apareció una muchacha catira, más alta que yo, con los ojos color de sol y una sonrisa dulce que acariciaba mis sentimientos, también oía ruidos extraños.
Imaginé muchas otras cosas raras, y cuando desperté de mis cavilaciones, yo era un hombre mayor, y manejaba un carro en una cola de carros. Andaba solo, pero sabía que criaba una familia, me miré en el espejo retrovisor y tenía el pelo enchurruscao con abundantes canas en las sienes y me dije:
-Está bien así.
Cuando yo era un duende, recuerdo que era un muchachito de piel oscura que andaba desnudo, caminado por los bosques ralos de la selva. De cuerpo algo robusto, tenía el pelo negro, liso, abundante, casi un niño, no llegaba al metro de estatura, pero caminaba tranquilo, despreocupado, sin deseos de hacer nada; en paz. En verdad, en mi andar no buscaba, ni detallaba las cosas que miraba, no les daba importancia alguna, además, el tiempo parecía no existir, creo que siempre era de día. En ese bosque resaltaban los árboles altos; uno aquí y otro allá, la sombra escaseaba, y había tanta resolana que la sentía en la piel. Se veía uno que otro tronco grueso seco caído, no se oía ni un solo sonido, no había animales, el ambiente parecía extraño.
A veces me bañaba en las aguas claras y quietas de cualquier pozo que de repente aparecía entre los matorrales. Me sumergía por largo tiempo y debajo del agua me entretenía mirando las abundantes raíces de las plantas, los animalitos que nadaban apurados, las larvas y gusanos que allí vivían. Cuando me acordaba, emergía a respirar con gran placidez, y en esos momentos, en aquellos silencios profundos, aparecían como por actos de magia; ranas verdosas sobre hojas de tallas florecidas, grillos de colores y mariposas que jugueteaban y se espantaban con el ruido de las aguas que caían desde mi cuerpo.
En mi andar, a veces llegaba a esos espacios desolados y calientes de la sabana; a pleno sol mi cuerpo moreno oscuro brillaba saludable y en mi espalda resaltaba una franja blanquecina que bajaba desde la nuca, por un lado de la columna hasta llegar atrás en la cintura. También allí caminaba y caminaba sin prisa, sin rumbo definido y no sentía ni el sol, ni la brisa, ni el vapor caliente que brotaba de la tierra; pero por dentro me invadía cierta satisfacción. A la sombra de cualquier cují solitario de la sabana, me acostaba de espaldas en el suelo pelado. Con las piernas encogidas, una sobre la otra y las manos debajo de la cabeza, miraba el paso de las nubes y detallaba los tonos del azul claro del cielo lejano, o afinaba el oído para escuchar los variados cantos de las paraulatas cuando conversaban con el viento. Eso también me era muy placentero.
Pero tenía un malestar perenne; siempre sentía en las nalgas, arriba, como si estuvieran húmedas, como si siempre estuvieran mojadas. Ese era mi único pendiente. Y aunque en mi andar nada me importaba, presentía otra presencia exterior a mi que estaba en todo, que lo miraba todo pero que no me incomodaba.
También recuerdo que cuando nací, me vi muy cómodo acurrucado en mi lecho de hojas y ramas secas sobre el suelo, tenía el mismo tamaño de muchacho de ahora. En seguida me levanté y comencé a caminar. No busqué a mi mamá, yo sabía que no la iba a encontrar.
Me sentía en completa libertad, caminaba entre los animales del bosque y no me veían, de vez en cuando conseguía una que otra persona y tampoco me miraban, nadie me podía ver.
Pero una vez, le pasé cerca a una casa solitaria que estaba a orillas de la sabana, cuando ya la iba dejando atrás, desde la cocina fuera de la casa, la señora, que llevaba un vestido largo suelto y un turbante en la cabeza, me dijo:
-Mira negrito, andá a ponete tu ropa.
Yo me extrañé mucho, miraba a todos lados para ver si ella le hablaba a otra persona, pero no había más nadie. Me dio como un gran susto y emprendí una veloz carrera alejándome del lugar. En mi carrera aparecían grupos de burros y de caballos realengos que ni caso me hacían. Corrí y corrí hasta llegar a un caño de aguas verdosas, y me senté a descansar. Miraba hacia atrás y veía la cabeza grandotota enturbantá de la mujer, pero yo sabía que era mi imaginación, ella no podía alcanzarme, nadie podía alcanzarme.
La sombra abundante de los árboles y la cercanía de tanta agua, me fue tranquilizando y me dediqué a tirarle piedrecitas al agua. Y me puse a pensar: ¿por qué esa señora usaba un turbante tan grande? ¿Por qué ella si me veía? ¿Y por que yo le salí corriendo? ¿Por qué yo andaba desnudo? Pensé en tantas cosas y en uno de esos pensamientos se me apareció una muchacha catira, más alta que yo, con los ojos color de sol y una sonrisa dulce que acariciaba mis sentimientos, también oía ruidos extraños.
Imaginé muchas otras cosas raras, y cuando desperté de mis cavilaciones, yo era un hombre mayor, y manejaba un carro en una cola de carros. Andaba solo, pero sabía que criaba una familia, me miré en el espejo retrovisor y tenía el pelo enchurruscao con abundantes canas en las sienes y me dije:
-Está bien así.
Fuente:
http://desdeeltocuyodelacosta.blogspot.com/2010_04_01_archive.html
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